Fueron uno o dos minutos.

Aquí la mítica escena: estábamos los dos, con los ojos puestos en la mirada uno del otro, el mundo parecía ser más... pequeño; las aceras se encogieron, el cielo se bajó a nuestros pies y no sé cómo pero increíblemente la tierra se tragó todos los edificios / y todos los arboles / y todos los automóviles y nosotros sin inmutarnos. El tiempo arrastrándose en tiempo caracol, detenido caprichosamente; tu caos coqueteando con mi lío. Ojalá me hubiese tragado el sol en su puesta. Malaya la tierra hubiera decidido engullirte también con el resto. Esto me pasa por ir despistada a los tropezones con las casualidades, me reprochaba la suerte. En mi mente mil voces gritando mil palabras que todas desconocía, afuera el silencio como roca amurallándonos. La memoria me falló, la consciencia se rindió... tanto que me gustan las palabras y no supe que decir. Mis brazos como fideos que ya no sabían abrazar. ¿Dónde estaba mi memoria? ¿Adónde dejé el tacto? La sonrisa congelada vacilante entre la sorpresa y el gusto... ¡cuál gusto! Ya no sé si estaban siendo segundos, quizá años, años que después de aquella eternidad cada quien se iría y conocería a sus bisnietos con canas y entonces, si me quedaba quieta, el único recuerdo que podía pescar era una cita leída donde nos veía tal cual: «No se dijeron nada porque ya se habían besado todo*».




*frase de Marina Kahlo.

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