Mi Julio en agosto... todo el año.

Su voz diferente, su acento marcado, la erre imposible, la mirada y cara de niño, la barba de los años, el pelo de lado, mi total desconocimiento de cómo era en alguna realidad que existió antes de siquiera ser pensada. Me enloquece su literatura, me envuelve lo que veo y así me contagio el amor. Me enamora leerlo aunque le desconozca por completo. Morelliano, tan cínico y moralista ese Horacio... o un tal Lucas. Perseguidor de mundos, de sonidos, relator de sueños, aquel flaco del pulover verde para pasear por esa ciudad donde el amor se llama con todos los nombres he visitado París tantas veces como he leído Rayuela. Mis ochenta mundos son sus páginas. A deshoras, yo ni conocía a ninguna Glenda, hágame usted el favor. El enormísimo cronopio, en sus palabras, cubierto por ese triste nombre inglés, «el boom» que le dijeron. Yo no sé si andaba sin buscarlo para encontrarlo o como sea; lo que sé es que lo encontré y que nunca sería capaz de dejarlo. Sinceramente no se me ocurre mi poquita vida sin la casualidad de haberlo leído. Leerle y releerle, aunque siempre es lo mismo, siempre será diferente. Hablo de mí porque no me atrevo a hablar de él, soy nada frente a tanto: mi medio mundo. Hablo del encanto de sus palabras tan magas porque aunque sea yo nadie, en alguna parte del no-tiempo, no-espacio -evocando una frase de Galeano que yo la ajusto a él-, para que vea, Julio, lo vivo que está.

No hay comentarios:

Publicar un comentario