En el sabio delito.

Eso que nos otorgan los años... que a ciencia cierta no sé qué será, pero parece que a mí me han restado. Con el paso del tiempo si bien uno puede volverse mayor; con el paso del tiempo si mal, uno aprende nada.

Paradógicamente crecer me ha vuelto más pequeña. Cuatro meses antes de los diecinueve me escribí algo que cuatro años después, sentiría que me abofeteaba con razones y no pretextos. La realidad de aquel entonces ha perdido nitidez, se me han desdibujado los contornos de aquel yo más sensato que el que me he vuelto ahora.

Hurgando en el ayer, me encontré esto, que si yo pudiera corresponderle, le escribiría a mi yo del pasado como aquella me escribió a mí hoy, por lo menos en telegrama y solo le diría: naufragamos.


El mundo, día de un año.
 (20 de enero de 2009)


Es difícil acostumbrarse a ideas, a los hechos y a los acontecimientos, más aún, saber que es lo correcto y que no. Uno de repente, en la búsqueda de los actos precisos hasta llega a perder la noción de la realidad (o realidades, según el cristal con que se vea). Cuando no sé si estoy en lo correcto o que todo sigue igual me autoconvenzo de que lo estoy y todo es exactamente una conservación de los momentos (sí, suena a egocentrismo puro y a un acto burdo de egoísmo, además de hiperimbécil pero algo te da).

Además de acostumbrarse, es difícil dejar de vivir en recuerdos, olvidar huellas pasadas para concentrarnos en las puras futuras. No es fácil dejar de voltear atrás y mostrar una sonrisa placentera que lo vivido lo vivimos y bien; dejar de pensar qué ocurriría si nos remontáramos a tiempos añejos, ¿cómo lo viviríamos? más aún, ¿cómo nos aferraríamos a ello? Es más complicado todavía, si el pasado es lo único que tenemos en común con quien queremos, si lo de ayer resulta ser un momento de hoy para nosotros.

No es fácil salir de la caja y respirar aires nuevos. A veces, me ocurre que es tal mi aferramiento por remembrar, que recuerdo los mismos olores, veo los mismos colores, siento las mismas texturas y me aferro a ellos para no olvidarlos jamás.

Sucede que a veces los tenemos que dejar ir, o por simple error (un error muy intencional) se nos escapan por las ventanas sin darnos cuenta. Aunque en verdad, sin asustarnos, resulta ser sano y hasta vital para la preservación de nuestra cordura y la situación de la realidad.

No tengamos miedo a las palabras: no matemos recuerdos, hay que dejarlos escapar o de vez en cuando llevarlos a pasear.

Bien lo decía Neruda: Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos (o ¿si?).

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