Juego de necios.


De haberla visto antes... Con las mismas piernas envueltas en medias gastadas y las botas sucias, ¡tenías que verla! —Diego sonreía—. Nadie contaba historias como Diego, no hay que verlo para sentirlo, sólo habría que oírlo.— Todavía usaba plumas de ave colgando del cuello como si fuesen recuerdos de sus vuelos; el cabello que le mecía el viento, —suspiraba y seguía sin aire —, igual que siempre, como con prisa, pero con calma a la vez; como que le apremiaba las ansias de ver a alguien, seguro a nadie, su nadie, —se le entorpecían las palabras y le tropezaban unas con otras, así era cuando hablaba de Clara. —Andaba como nunca con esa boquita de rosas que tanto duele besando, que tanto besa doliendo, que tanto habla callando, que tanto dice sonriendo. A Diego le picaban los buenos recuerdos. 

Allá iba  Clara, sin verlo, sin voltear, sin darse cuenta que flotaba, porque los pies no le alcanzaban el suelo... y Diego todo eso lo veía; todos los días, pasadas de las cinco, desde la misma banca, con el mismo libro, en la misma página desde aquel otoño en el que la vio descuidada, siempre le había tocado verle la espalda. Todos los días a la misma hora experimentaba los desazones de las despedidas, no se imaginaba que en descuido ella se le acercaba y la tendría tan cerca, ¡Qué tan cerca!

Ya le sabía el nombre sin preguntárselo, ya le sabía los gustos y las manías sin entenderlas realmente. Diego callaba, no le quedaba más. Callaba cuando la miraba, callaba cuando ella le hablaba sin decirle nada, callaba cuando la veía saltar de su cama a la vida y nadie contaba las historias como Diego. Sabía sin entender todo lo que Clara pensaba; así la veía siempre, como el nombre, siempre nítida. Desde aquel entonces, cuando la miraba que volaba.

 «Hola», «Adiós» las palabras mágicas que nunca pronunciaban. Diego callaba, no le quedaba más; cuando la veía saltar de la cama a la vida, Diego callaba, no le quedaba más. A Clara le gustaba que le hablara, él lo sabía. Diego callaba, no le quedaba más, y sin embargo, nadie contaba las historias como Diego.

Qué bien se sentían días y noches con Clara al hombro escuchándole mil y un mentiras de grandes desconocidos, mil y un veces la primera vez que la vio, mil y un veces todas aquellas ocasiones que se le iba el aliento al verla flotar. A Clara le gustaban las palabras. Hola y adiós, nunca se decían. «No es cierto, ¡nadie se enamora de una desconocida!» así terminaba todas aquellas mil y un mentiras de todas las ocasiones que perdía el aliento al verla volar. 

Él nunca haría lo que Clara quería. Diego sabía que de haber un final... no, Diego no sabía de finales: era un cobarde envalentonado. Le gustaba hablar de fuego y le temía al incendio. Clara era fuego que le provocaba incendios. 

Y de la nada terminó como empezó: siendo el idiota que mira perplejo como el suelo se mueve bajo los pies de Clara. Siempre le había tocado verle la espalda, ¡Nadie se enamora de una desconocida!, se repetía. Tonto si la sigues, pero más idiota si te retractas, vaya juego de necios.

Ya Diego, ya queda del destino; esa vez ya no sería más. De haberla visto después, ¿qué dirías? Olá, tal vez. Bonjour, quizá. Hola... a lo mejor; a lo peor, te quedarás callado. Quien sabe, ya dicen, el azar es pésimo guionista y a ti no te queda más.

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