A quien lastimo:

El cuerpo es de quien lo habita; entonces hay que reconocerlo. Como lección básica de ciencias naturales en quinto grado, cuando ya te dejan de hablar de animales y comienzan a hablarte de otro animal: el que es uno mismo. Nacer, crecer, reproducirse y morir. El ciclo natural de la vida. El primero te hace, el segundo te forma, el tercero te multiplica y el último... silencio espectral.
En el ciclo normal y natural de la vida cabe esa palabra que no es solo vocabulario sino también acción, claro, como todas las demás, solo que ésta... debe ser muda.
En el ciclo normal y natural de la vida que nos enseñaron desde pequeños se olvida que cada una de esas etapas lleva una pingüe carga de emociones, sentimientos, contrariedades, ambigüedades, aprendizaje, razonamientos y un sinfin que cada uno a su particular y respetable manera experimenta y en ningún libro de ese peculiar color naranja un poco rosado con su inolvidable colibrí como queriendo alimentarse de la flor que emana de una choya... ¿lo recuerdan? Bueno, eso está de más. Mi mente siempre me hace esas jugadas.
Las cargas del ciclo natural de la vida. Ya no digamos normal. Nacer. Crecer. Reproducirse y morir. Lo primero no lo pediste, en la siguiente estación te das cuenta que la vida es un regalo que agradeces, con muchos términos y condiciones y es justo ahí donde conoces y encuentras todo el equipaje que hay que cargar para vivir. De eso hablo cuando digo que te forma.
El cuerpo es instrumento y la religión te enseña que también es templo. Sin él, no eres; claro, porque no habría manera tangible de que estuvieses. Las personas necesitan verte y tú ver a las personas. Como te ven te tratan, te dicen y creces aprendiendo a hacerte, asearte y serte, para que te vean. A los ojos de los demás, quien más atractivo, más visto y reconocido. El cuerpo es de quien lo habita, es la primera premisa; pero, ¿quién lo habita? pues uno mismo, súbita y sin cavilarla muchos responderíamos. ¿Quién es uno mismo?
¿Quién me habita? Pregunta complicada que preferiríamos saltar a la siguiente... pero no hay siguiente. Seguro que quien me habita no es la que sueña con encontrar el rojo Chanel perfecto para adornarse los labios. Quien me habita puede ser quien sangra ese rojo pero no se ve. Quien tiene una voz muy fuerte que grita más que mi garganta y sin embargo no se escucha. Sabe lo que va bien y no, lo que es bueno y lo que es malo... pero que lo bueno es para los buenos. Quien me habita no entiende el término de normal, pero quisiera serlo. Es la misma que quiere y necesita ser una más, no busca escalones, la altura le marea. 
Hay una edad en la que de la nada, escuchamos una vocesita interna y después de asustarte y satanisarte -pues eres pequeña e ignoras-, te das cuenta que eres tú mismo y que eso también tiene un nombre: conciencia. Me asusté mucho cuando la descubrí y quería que desapareciera. Desde entonces asimilé ese término para mí: desaparecer. Y los que pensamos en esa palabra nos endilgan las etiquetas de egoístas, injustos y sobre todo: poco agradecidos. 
Reproducirse, es la cuarta etapa. Esa es la parte mustia que se murmura pero la más importante: es la que nos trajo a todos aquí para ser y vivir lo demás. Para que te coloquen en catálogos de saber o no vivir. De ser bueno o ser malo. De apreciar o no lo que eres, tienes. Reproducirse, arriba la minimicé a multiplicarse y lo reafirmo: multiplicarse como humanos y en el crecer entiendes que no sólo como figuras, sino con esa extraña carga indefinible e inmedible que se llama amor.
¿Quién me habita no entenderá de amor? Lo ve, lo siente y lo hace, mas no como a la particular vista ajena es aprobada, tal vez.
Desaparecer. Todo lo que hagas contra tu templo no es normal. No está escrito en ninguna parte. No es una obligatoriedad, pero no es normal. Tú instrumento debe permanecer intacto -o como lo vaya dejando el paso de los años- hasta la etapa de ese silencio inquebrantable. Por ti y por los demás. Tienes que darte cuenta, no es tu cuerpo ni quien lo habita solamente, son los que te rodean, los que se multiplicaron para darte como resultado, los que te acompañan en el andar y en el ser.
"Intento de suicidio" dice un papel que en realidad no dice nada, pero hizo mucho. Farmacos fuera de la vista, dormir con la puerta abierta, ojos sobre ti que no son compañía son guardianes, cuando tú ya estás abriendo otras puertas del inconsciente para poder abrir tus ojos y decir "soñé que...", esa es la parte de menos. Esas tres palabras trajeron otras peores: enojo, desconfianza, desilusión, decepción, vergüenza. No hay explicaciones. De ti no se espera ni se desea escuchar nada. Lo aceptas, porque quieres hilo y aguja para coserte esas etiquetas. Cuidado, persona de no confiar. Desilusionante. Decepcionante. Y lo aceptas, como la cachetada de tu hermana cuando le pediste ayuda, palabra que no escuchó. Y lo entiendes. Esas tres palabras que te unen a una lista de muchos más que tu madre te reconoce que ya eres parte de una estadística. Y lo entiendes, como el silencio de tu padre y sus lágrimas que no brotan pero sabes que podrían inundar la casa. Y lo entiendes. Tres palabras que están escritas en una hoja de papel que además dice "incapacidad" que en estos momentos no sabes en qué manos están y cuál será la mirada hacia ti de quien lo vio. Seguro ese calificativo: incapaz.
Desaparecer, que no es sinónimo de morir. De quien me habita, quien soy, quien me ven, no es su propósito. Nunca tuve en mente esa huida. No soy tan valiente. Sí, no lo niego: la idea de volatizarme, dispersar hasta la última de mis células, escaparme a un mundo de sueños es una idea que siempre he visto atractiva. Un día me voy a ir, y ni el polvo va a saber; dice Jesusa.
Tiempo al tiempo, ese maldito amigo de toda circunstancia. Reconocer, el primer paso. Reconocerme: mi paso. Reconocerlos: el paso más importante. 
Soy, sigo siendo... y no puedo sin ustedes.

Lizbeth López Quintana.






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