Lo que no se dice...

Cuando le pregunté por qué el beso,
 eres poeta, para que no te quedes sin qué escribir, me dijo.
Tuve que consumir cantidades exorbitantes de poesía hasta intoxicarme y ver si en la enfermedad encontraba lo que andaba buscando: la coraza que minimizara todos mis miedos. Hacer el miedo aparte y sacar el valor avante, que tal vez desaprendo a decir escribiendo todo esto que se me agolpa y le llamo sentimiento.

La gracia de esto no son los rodeos, ni las mascaras que le ponga a todo lo que diga; todo está en las cosas que digo sin decir y en las que nunca te dije porque no me atreví o porque simplemente no encontré medida.
No, no puedo. Al miedo ya lo llevo encarnado; ya tengo la consciencia fundida en el temor, en muchos nopuedos. Es reflejo, ya me llevo la mano a la boca para callarme sin haber dicho algo.

Entonces atacan los recuerdos, el fantasma de los días pasados, lo que hubiese cambiado, lo que me hubiese callado, lo que hubiera hecho diferente, todo eso amarra y no te deja ser libre; todo eso que tuve que decir y no pude. Teniendo algo que te ate al pasado nunca puedes moverte del todo como quieres, y mira que a veces son tonterías, como no decir perdón a tiempo, como los ven que deje ir y no fui, como los quédate que se me ahogaron de cobardía. Entonces vuelvo a crear historias, regreso a los ysis y a los hubieras.

Pues verás. Inventemos historias, engañemos al miedo creando tragedias; dicen que los escritores tienden a ser trágicos para parecer interesantes, a ser trágicos para tener algo que decir. En realidad, muchas veces poca idea tenemos del dolor, el amor del que hablamos cuando escribimos; fingimos bien, aunque realmente lo sintamos.

Contemos historias. Una, una historia. La historia de nadie. Mejor: la historia de dos nadie. Dos nadie, diferentes, líneas paralelas y todos esos ejemplos burdos que se dan cuando se trata de decir lo contrario de "el uno para el otro". He ahí la primera premisa: ambos eran o uno u otro. Uno haciendo y deshaciendo el mundo a punta de palabras bonitas y el otro a tiro de besos y sonrisas persuasivas. Dos nadie vueltos alguien. Las líneas paralelas se tienen de frente: las líneas paralelas se acercan. Uno lee, el otro escribe. Uno pasajero y efímero y otro permanente y duradero. Uno era idea, el otro idealizaba. A decir verdad, sólo puedo hablar por uno, no por otro, mucho menos de los dos -aquí va, el miedo de nuevo, el miedo vence-. Puedo hablar por uno que tiene el recuerdo del otro, el (siempre) recordado. El uno permanente que observa al otro, aunque físicamente cercano, siempre a lo lejos. El otro va en lo inquerible porque es ajeno, allí donde el uno no se acerca porque es desconocido.

Uno, este uno, que es una; una, que tal vez es ella. Ella que quizá es demasiado joven y absorta en sí misma para enredarse en vidas ajenas. Se sienta a querer y acariciar el recuerdo. ¿Qué recuerdo? Digamos que hay una aproximación, sí, el recuerdo de un beso, o tal vez de varios recreando escenas con la imaginación y se imagina la caricia, lento, muy lento. Sonríe complacida porque probablemente -sin precisar-, la escena se desarrolla en su lugar favorito; de la nada se esfuma la sonrisa porque quizá y sólo quizá sólo fue un acto perverso del otro, para que no lo olvidase, para aferrarse a la memoria de ella. Las manos a la cara: lo logró. El otro se firma en la memoria de uno (uno que es una, una que es ella) con tinta imborrable y a uno no le queda más que aceptarlo, lo acepta y recuerda aquella sonrisa persuasiva. ¿Cómo le explica al mundo que no se enamoró ni se enamoraría pero el flechazo persiste por aquel gesto único? Bueno, vaya capacidad de abstracción; vaya manera de distraer al miedo, que tal vez pueda ser sólo eso: distracción, pero nadie le quita lo besado.